Por Ek Balam
Parte I
Veintiséis centímetros de una baguette reposada. Crujiente, al presionarla sólo un poco. Un corte longitudinal radial. Mantequilla en una de las tapas, la de arriba. Mostaza en la otra. Una cama de queso manchego blanco. Pechuga de pavo ahumada en el siguiente nivel. Queso Provolone encima de todo. Cinco minutos en horno tostador. Efecto grill.
A su salida, tres rodajas de jitomate, aceitunas negras, dos hojas de lechuga sucrina, pimienta negra y pepinillos en rodajas culminan la vianda.
Cuando Ramiro la tomó y la vio de frente, aquella delicia parecía tener expresión. Por unos segundos, sintió el orgullo que siente un escultor cuando logra distinguir la forma física de lo que concibió con los ojos cerrados durante noches de inspiración.
Durante el tiempo que llevaba confinado en su casa, junto con su familia, no había logrado encontrar algo que satisfaciera su antojo o se acercara a los sabores de sus lugares favoritos, escogidos y así nombrados por algún detalle en el menú o en el ambiente, como la mano del chef, un tipo de bebida, la iluminación indirecta, o, simplemente, por la canasta de pan ofrecida como entrada: Un restaurante de comida japonesa; uno, de carnes selectas y, otro, de comida italiana.
Hasta ese momento, la comida le había parecido simplemente lo que es: un medio para subsistir. Nada había logrado agitar su entusiasmo gastronómico.
Después de un día en el que había tenido que entrar a una reunión virtual para escuchar de sus compañeros laborales las mismas sandeces que cuando el trabajo se realizaba en formato presencial, una baguette era un reducto de evasión y canalización de los comentarios que se había guardado durante dos horas y media de redundancias y reiteraciones.
Levantó el plato y la miró de frente. Ambos tenían una expresión alegre. La pechuga de pavo ahumada parecía dibujar unos labios sonrientes. Los labios parecían dos láminas de pechuga de pavo en los que se dibujaba la expresión de la felicidad. La lechuga, unas cejas alegres. Los ojos, como un par de aceitunas negras, brillaban con la emoción infantil de quien está a punto de hacer una inocente travesura.
Parecía que el majestuoso pan aceptaba su inminente y triturador destino con valentía y arrojo. Y no sólo eso, parecía disfrutarlo.
Al primer contacto, cuatro párpados se unieron para profundizar, si era posible, la experiencia gustativa.
El oído fue estimulado por el crujir fresco de ingredientes de primera calidad. Como si se tratara de una pieza musical, los elementos fueron identificados individualmente mientras cada componente de la primera parte del sistema digestivo ejecutaba la sinfonía. Por una parte, el crepitar de la lechuga que liberaba su húmeda consistencia para fusionarse con los quesos. Por otra, el pan se mezclaba y fundía con la mostaza y la mantequilla.
De pronto, cuando parecía que el concierto decaía, un brío de conjunción alimentaria renovaba la escena.
Después, otra. Luego, una más.
Cada mordida saturaba, al grado de la confusión, las papilas gustativas de un personaje que había desarrollado una verdadera fascinación por la comida.
Ni siquiera reparó en los continuos llamados a unirse al resto de la familia en la sala para ver una película, como se había acordado en la mesa del comedor, a la hora de la comida.
A la mitad del camino, recordó un vino rosado que había comprado para ocasiones especiales. Como no había establecido lo que, en las circunstancias confinantes en las que se desarrollaba la imagen, clasificaría como una ocasión especial, determinó que lo que experimentaba bien podría ameritar abrir el recipiente vítreo que aprisionaba, injustificadamente, un maridaje perfecto.
Parte II
Al terminar con la baguette, Ramiro pensó que quizá la hora no era la más conveniente para haber tenido ese desliz gastronómico y vitivinícola. Sobre todo, después de la experiencia de una noche, hacía un par de semanas, en la que había cenado de una manera, todo, menos frugal, y tres regurgitaciones le habían hecho ver pasar su primera infancia frente a sus ojos.
El recuerdo de esa noche, le hacía considerar la bulimia temporal y selectiva como una opción. A ese grado la había pasado mal. Sólo tres veces en su vida había tenido que dormir sentado, en su cama, por cuestiones estomacales. Esa fue una de ellas y, bajo ninguna circunstancia, quería pasar por aquello una vez más. La memoria hacía manifestarse de nuevo la sensación de ardor en el esófago. El paladar experimentaba de nuevo el efecto ácido en la garganta.
Las reminiscencias le provocaban, a su vez, buscar en los confines de la memoria alguna solución o algo que previniera la repetición inminente de una zozobra intestinal auto infligida.
De pronto, recordó algo que en alguna ocasión le había ayudado a acelerar el tránsito de alimentos por su humanidad y, de acuerdo con la conclusión a la que había llegado, minimizar los estragos de los placeres gustativos.
Agua mineralizada con limón y sal, primero. Después, una infusión de té blanco, té negro y alcachofa.
La primera y única vez que había tomado esos dos líquidos en conjunto notó que el proceso digestivo fue más rápido que de costumbre y eso le había dejado una posterior sensación de ligereza, la cual consideraba necesaria después de la cena que acababa de terminar.
Así lo hizo. Preparó ambas bebidas. Limón y sal de mar en la primera. El agua, tibia para la segunda.
El agua mineralizada hizo surgir una primera sensación en el estómago. Como si hubiera comido demasiado. Luego, subió por el esófago. Finalmente, hizo vibrar con estruendo la cavidad faríngea para después ser expulsada con un sonido que quiso opacar con un puño sobre la boca. Fue inútil.
El tremor resonó por la cocina e hizo eco, de tal forma que dio la impresión de que hablaba algo ininteligible en voz alta.
Desde la sala, una voz femenina preguntó a regañadientes si había dicho algo. A la respuesta negativa correspondió una nueva invitación a unirse a la noche de película familiar, una tradición de la época por la que atravesaban.
Mientras se ocupaba del primero de los remedios, el segundo reposaba en su taza favorita, la cual tenía una de las ilustraciones originales de su libro preferido. Uno de esos gustos que uno conserva, desde niño, durante toda su vida.
Cuando probó el contenido de la taza, un gusto un tanto amargo inundó su paladar. A pesar de ello, éste no pudo lavar el sabor del alimento cuya ingesta generaba la necesidad de beber el brebaje.
Después de lavar los utensilios que ocupó para ambas escenas, decidió integrarse al resto de la familia.
Los cuatro reían entretenidos con la película elegida sin el voto de Ramiro.
Parte III
Cuando terminó la noche de película familiar, las infantas hijas de Ramiro fueron a sus habitaciones, no sin antes beber un vaso de agua, una costumbre que tenían inculcada desde muy pequeñas, y despedirse de sus padres con un beso y un abrazo.
Ramiro y su esposa llevaron a cabo el riguroso ritual de revisar metódicamente puertas, ventanas, llaves de gas, de agua, entre otros puntos de seguridad, como dejar encendidas la luz de la entrada de la calle y de la entrada a la casa. Después de todo, los tiempos, más que nunca, no estaban como para dejar una tentadora ventana abierta.
Una vez en la cama, después de apagar las luces del resto de los cuartos, Ramiro se sintió confiado por los remedios y pensó, una vez más, en aquella baguette. Cerró los ojos. Recordó cómo la miró y cómo ella parecía corresponder la contemplación y felicidad.
Sin más, emprendió el viaje reparador a lo que siempre era para él, según él, un territorio inexplorado e inhóspito, ya que pregonaba nunca soñar lo mismo dos veces. Con excepción de las pesadillas recurrentes que tuvo durante cerca de seis años y que convenientemente no contaban para el establecimiento de su dogma, más por negación que por olvido.
Entrada la noche y a la mitad de un sueño deportivo que había tenido antes, con algunas variaciones, como luz, entorno y personas presentes, algo despertó a Ramiro.
Un dolor punzante lo obligó a regresar de donde estaba, con un sentimiento de premura. Cuando estuvo más o menos de vuelta, se percató de que tenía que ir urgentemente al baño.
El remedio en forma de infusión exigía cumplir su promesa de aligerar la vida de Ramiro.
La puerta no se abrió. Después de tocar y sin tiempo para averiguar por qué estaba cerrada o para buscar la llave, la urgencia le hizo optar por otro baño.
Los de sus hijas le parecían lo suficientemente inmaculados como para mancillarlos con la culminación de un proceso del cual sentía un poco de vergüenza. Uno era color rosa, con piso blanco y mobiliario en una combinación de ambos. El otro, amarillo con blanco y los muebles hacían juego con la imagen. La forma en que se mantenían limpios era el resultado de inculcar en las niñas hábitos asépticos a prueba de inspecciones.
Tenía que bajar al baño de visitas.
Más temprano, sus hijas habían recibido a tres de las pocas personas con las que la familia interactuaba durante la condición extraordinaria en la que se encontraban. Dos niñas y un niño que entraban y salían de sus casas y de la de Ramiro al ritmo que sus propios juegos les imponían. Era una convivencia tal que los cinco niños comían en la casa en la que les diera hambre, lo cual, después de varias experiencias, ya preveían en las casas de cada uno y se preparaban siempre, si era necesario, para servir tres o cuatro platos extra, según el caso y la casa.
Lo mismo era para tomar agua, una colación o, incluso, usar el baño.
Esa situación no causaba problema o incomodidad alguna en las familias participantes; al contrario, ayudaba a mantener ocupados a los pequeños y a que sobrellevaran la contingencia por la que atravesaban.
Ese día, uno de los niños usó el baño de visitas por la tarde. Nadie se percató de que había olvidado ese simple proceso que es presionar el botón de descarga. Algo tan sencillo, pero esencial, que reviste una importancia del más alto grado en la convivencia social y que, en tanto se convierte en costumbre automática, es susceptible de ser pasado por alto.
A la mitad de la escalera, Ramiro tuvo que detenerse por un espasmo abdominal. A pesar de la incomodidad y de la percepción de que podría no llegar a su destino, recordó la palabra que su abuela usaba para lo que sentía: retortijón.
La siguiente convulsión fue al final de la escalera. Esta vez, tuvo que juntar las piernas y apretar cuanto podía, so pena de necesitar comprar nueva ropa para dormir.
Vio la perilla. Mientras se desplazaba hacia ella —lo que hacía para ese momento no era ni caminar ni correr—, le parecía que ésta se alejaba fatídicamente.
Cuando por fin estuvo a su alcance, por un segundo, un sentimiento previo de resignación y aceptación lo invadió, para el caso de que no pudiera abrir la, en ese momento importante, puerta. A final de cuentas, ropa nueva para dormir no le habría venido mal —pensó—.
Pudo abrirla.
Entró a obscuras y agradeció haber escogido, en una de esas tardes en que aún podían ir de compras, un pantalón con cintas y con resorte que facilitaba quitárselo.
Ya en posición, encendió la luz, al tiempo que la sinfonía de horas antes era transfigurada en un conjunto discorde de sonidos.
El alivio le hizo exhalar el aliento, contenido desde poco antes del contacto con la perilla.
Había sido tal la emergencia que Ramiro no reparó en el olvido ajeno, previo, de presionar el botón de descarga. Primero, porque no encendió la luz al entrar; segundo, porque, incluso si hubiera podido encender la luz, habría pasado desapercibido el tapón de papel higiénico que flotaba o se hundía. Imposible determinarlo.
El destino estaba echado. Cuando Ramiro se levantó estaba extrañado porque consideró que lo procesado debía ocupar un espacio menor. Pudo ver que había papel debajo. Aún así, presionó el botón que limitaría su sueño esa noche y madrugada.
Para cuando se detuvo lo que parecía una marcha desbordante, Ramiro se auto congratuló de haber escogido un modelo de taza de baño un poco más grande de lo normal y entendió que siete centímetros pueden ser la diferencia entre una catástrofe y la salvación.
Buscó la bomba. Encontró una, en el garaje. Recordó que algo parecido ya había pasado antes.
Los embates de Ramiro no dieron resultado. Intentó e intentó. Pasaron los minutos. Las horas. Varias veces, al principio, se arqueó por la combinación de imagen y exposición al olor. Saturó el baño de aromatizante en diferentes oportunidades para poder continuar con su labor.
Se sentía corresponsable. En seguida, se justificaba al pensar que alguien más había tenido el olvido. Luego, culpable. Después, corresponsable otra vez. Así dio varias vueltas.
Intentó diferentes ángulos, posiciones, velocidades. Nada dio resultado.
Vació una botella completa de un poderoso producto que se había hecho de una reputación hacía años por dos cosas: Una, por destapar de manera efectiva tuberías; otra, por destrozar en varios casos esas tuberías.
Esta versión, que Ramiro había comprado precisamente para estos casos, contenía una leyenda que afirmaba no dañar tuberías.
Tampoco resultó. Lo único que logró fue mitigar el olor, al que sustituyó predominantemente por un olor a químico de uso industrial, y cambiar la consistencia y color de la emulsión, algo que, paradójicamente, le dio nuevas fuerzas para seguir el infructuoso proceso de bombeo.
Añoraba escuchar el correr del agua por esa específica tubería. No lo consiguió.
Siguió hasta pasadas las tres y media de la mañana, movido por la vergüenza y la firme convicción de que ningún plomero trabajaría bajo las limitantes y restricciones preventivas impuestas por las autoridades de salud.
Finalmente, el cansancio le obligó a subir a su cuarto. Antes, puso el seguro a la puerta del baño de visitas. Lo pensó como un acto de respeto hacia sus amadas cohabitantes.
Al recostarse, después de lavarse efusivamente las manos en el baño amarillo con blanco, se dejó caer y se perdió en sus sueños casi de inmediato.
A la mañana siguiente, Ramiro despertó tarde, en comparación con la hora en que lo hacía habitualmente. Vio que la puerta del baño de su habitación estaba abierta. Lo usó. Aprovechó para ducharse tranquilamente, lo cual no duró mucho porque de pronto le vino a la mente la escena de la noche anterior.
Su sentido de responsabilidad y el hambre le hicieron bajar a buscar una solución y algo para comer.
Su esposa y sus hijas terminaban de desayunar.
Cuando se integró a la dinámica familiar, su esposa le preguntó por qué se había levantado en la noche. Explicó en un tono recriminatorio que tuvo que bajar porque el baño de la habitación principal estaba cerrado.
Ella levantó los hombros.
Después de abrirle al plomero, quien saludó desde la entrada y a quien él no había llamado, Ramiro pensó en la importancia de cerrar o no una puerta con seguro.
Si hubiera sabido que el baño de visitas no podía usarse, habría buscado la llave del de la habitación principal o, al menos, habría puesto la atención suficiente para ver que ésta estuvo en todo momento en la cerradura.
De haber sabido que alguien había llamado al especialista, no habría pasado horas con una bomba rota en uno de sus costados y, por ello, inservible.
Nunca reparó en la causa de todo, porque, después de todo, una baguette es una baguette —se dijo—.

En cumplimiento a los desdoblamientos que le ha impuesto la dualidad vida-muerte, Ek Balam ha rondado por diversos territorios.
Siempre con la noche como manto protector, su desplazamiento ha sido sigiloso por el firmamento estrellado de las ideas.
Ante la intangibilidad de lo eterno, Ek Balam colabora con The Bridge, siempre en busca de nuevos horizontes.
Add comment